jueves, 24 de enero de 2019






NOCHE DE SAN BARTOLOMÉ, PARIS, 1572


Alguien tuvo que limpiar el suelo.
Harían falta muchos cubos de agua,
Pero los mármoles nobles volvieron a brillar.
Parecían montones de hojas amontonados por el viento en las puertas
y las esquinas.
Pero eran cuerpos.
Y aún sangraban.
Alguien tuvo que separarlos. Que sacarlos uno a uno. Que cargarlos en carros
y llevarlos a los campos de las afueras.
¿Les quitaron las ropas?
La muerte y la rapiña siempre van unidas.
Se recuperó todo lo que servía. Zapatos, botas, pequeñas joyas,
cinturones y broches.
Alguien los volvió a amontonar, antes de cubrirlos con tierra húmeda.
Y después salió el sol, florecieron las flores, el rocío de la mañana resbaló
por los pétalos.
Alguien tuvo que bendecir el mundo.
Y lo bendijo: pues era su trabajo.
Y alguien miró a sus siervos y cortesanos, los vio levantarse con pereza
y vestirse con pereza,
            y coger la azada con pereza,
y fustigar al caballo con pereza
y desempolvar viejos papeles con pereza
y decidió que lo mejor era hacer una fiesta
para olvidar los gritos y las pesadillas de la noche.
Y así fue como los siervos, los cortesanos, los letrados y los comerciantes,
los barberos, los campesinos, los ladrones y los ministros
se emborracharon y rezaron juntos
y bailaron y gritaron hasta la noche.
Y así fue como llegó una nueva noche, y todo el mundo se acostó
aturdido, cansado, satisfecho, con el vientre lleno y una
extraña sensación bastante incómoda
de estar olvidando algo,
algo poco importante,
algo trivial,
pero algo al fin y al cabo.
            Pero para entonces
            las calles volvían a estar sucias, con heces de bestias, restos de comida
            hojarasca y lodo,
            o bien limpias: lavadas por una lluvia cómplice y minuciosa,
            y los muertos y su sangre, sus gritos desgarradores, sus miradas perplejas
            eran un hueco en los legajos polvorientos,
            un espacio reservado para las moscas y los adivinos
            que saben leer las entrañas de la Historia.
           
            En París, en Jerusalén, en las llanuras del Oeste y en las selvas del Sur,
en todas partes y en todas las épocas
siempre hay alguien que limpia la sangre,
            siempre hay alguien que forja la espada,
            siempre hay alguien que decreta el olvido.









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