viernes, 9 de septiembre de 2016
















SIERRA DE GUARA, VERANO DEL 90


Sergio
se levantó primero.
Recogió su esterilla y su saco.
Entonces abrí los ojos yo.
Me levanté en silencio y fui hacia la puerta.
En el establo vacío
los demás dormían sobre la paja seca.
Sergio y yo salimos al prado.
Hacía fresco. Una niebla muy sutil bajaba del bosque.
Las copas negras de los pinos se confundían
con el azul oscuro del cielo. Aún no había amanecido
pero ya era hora de levantarse.
Alguien se acercó por detrás. Dejó caer una palabra o una mano dulce.
Yo, mirando al bosque, se lo agradecí en silencio.
Frente a nosotros se alzaba la Sierra de Guara.
La tarde anterior, mientras caminábamos hacia el pueblo desierto,
yo miraba las laderas empinadas
hasta donde las nubes ocultaban la sierra
y me preguntaba cómo sería su cima.
Ahora, por fin, podía verla frente a mí.
Era alta,
negra,
lisa.
Me recordó, sin poderlo evitar, el lomo suave de un caballo.
Pero los caballos dan coces inesperadas.
Alguien preparó el desayuno y comimos todos juntos, en silencio.
Recogimos nuestras mochilas y echamos a andar.
El miedo y la nostalgia eran palabras antiguas. Palabras
que pronunciaban otros, en las ciudades lejanas, en los vagones de tren.
El sol
derretía la escarcha
y las nubes abrían el telón
de un mundo deslumbrante y puro,
de un mundo de nadie y de todos,
de un mundo de piedras y aire y silencio,
de un mundo sin otro dolor que el dolor del cuerpo
que trepa y respira y asciende y se dobla,
y sabe que arriba no hay nada que pueda traer de vuelta,
que sabe que el final del camino es el inicio de otro camino
donde el cuerpo se llena de palabras y de deseos
imposibles, oscuros, voraces,
y por eso camina despacio y atento y se deja dibujar por la luz
despiadada, por los borrones del bosque, por la violencia
de la piedra.
Era verano y mi amigos estaban conmigo.
Era verano y yo estaba con mis amigos.
Y la sierra era un caballo salvaje que te dejará darle de comer,
pero nunca te dejará montarlo.
Y eso era la felicidad.
Saber que tu mano no puede acercarse más.
Saber que el equilibro es posible.
Saber que nunca habrá otro día, otra oportunidad, que es ahora
y nunca.
Que es nunca y ahora.
Sierra de Guara, verano del noventa. Odiosas fotos.
Qué dolor su luz ciega, su racimo ácido de recuerdos radiantes.
Ese fui yo. Ese fue Sergio. Ese fue… Esos fueron…
Amigos y compañeros de escalada y bares, de andenes y ríos…
Todos mudos en el aplauso final.
Ese estruendo inútil que siempre llega pronto y demasiado tarde.



(poema perteneciente al libro "El final del banquete", Editorial Pre-textos, en prensa, foto del autor)







miércoles, 7 de septiembre de 2016








ANOTACIÓN A UN POEMA DE JULIA OTXOA



El fallo más terrible del poeta
es vivir el poema en lugar de escribirlo.
El fallo más terrible de un escritor
          es escribir su novela en lugar de vivirla.