jueves, 11 de octubre de 2018












IN NOMINE VERITATIS

Sólo la luna sospecha la verdad.
Y es que el hombre no existe.
VICENTE ALEIXANDRE


Sólo la luna sospecha la verdad.
Pero hay verdades que no deben ser reveladas.
Y si lo son, entonces deben ser olvidadas.
O mejor: repetidas.
Repetidas miles de veces por miles de niños famélicos,
recitadas en las escuelas, sobadas en los mercados,
engalanadas hasta la asfixia en las iglesias,
maniatadas y acuchilladas en los telediarios;
porque sólo entonces,
cuando no sean más que huecas palabras,
podrá el hombre cargar sin miedo con ellas.

Hoy estoy pensando en unos versos de Aleixandre.
¡Cuánto me gustaría poder decir lo mismo!
De verdad: creedme:
daría mi mano izquierda
e incluso la otra, la que me mantiene erguido
en mitad de la tormenta,
la que detiene la flecha y abre la ventana,
la que me ayuda a amar,
a amarrarme a la vida contra toda esperanza,
a no olvidar tantos buenos momentos
–y soñar muchos más–,
por poder decir lo mismo.
(Viva el hombre feliz en su ignorancia
como un fantasma que sabe que no dejará huellas en la arena.)
Pero no puedo. No puedo.
Por más que lo intente… No puedo…
Desviad la mirada. Cerrad los ojos. No escuchéis
nada de cuanto os voy a decir.
Pero dejadme decíroslo una vez más…

Existe el hombre en su penumbra.
Existe y está solo.
Con sus miedos. Con su insólita pesadumbre.
Con su triste osamenta de lágrimas.
Por mucho que grite
y maldiga
y llore
y se revuelva con rabia en su celda
y reniegue de sí mismo
y diga que no existe
y trate de engañar a la luna mostrándole
su sombra y nada más
(y la luna, medio ciega, lo ignore),
existe en verdad y está solo,
solo en su soledad más honda,
solo en su pesar a su pesar.
Existe… ¿Y qué hace?
Se pasea.
Se mueve torpemente de un lado a otro.
Y espera,
espera la hora en que habrá de rendir cuentas
–¿a quién, si está solo?–,
deseando que el dios muerto de la infancia,
llegado el momento definitivo,
se resucite a sí mismo,
y lo resucite a él después.








jueves, 21 de junio de 2018




UN BUEN ODIO


A los romanos los odiamos a primera vista.
Y lo mismo hicimos con los bárbaros.
Llegaron los moros y nos tocó odiarlos:
y los odiamos con ganas
Echamos a los moros y se quedaron los judíos.
Tocaba seguir odiando y odiamos,
pues ese era nuestro trabajo.
Se fueron los judíos pero llegaron los protestantes.
Y los piratas turcos y los piratas ingleses y los masones y los franceses,
aunque los franchutes asomaban poco la cabeza:
se la cortábamos de un tajo.
De tanto en tanto, en los intermedios, odiábamos a los maricones,
a las brujas y a los nobles, y cuando no había más remedio,
a los del pueblo de al lado, que los teníamos más a mano.
Llegaron los absolutistas y los liberales y la cosa se puso sería,
porque a veces no sabías a quién te tocaba odiar.
Y lo mismo pasó con los rojos y los fachas, que se movían tanto
que constaba saber quién era ahora el rojo y quién era ahora el facha.
Y después ya ni te cuento, con tanta casta y tanto populismo, no hay
quien odie correctamente.
Por suerte siempre tenemos a los cuñados, los hermanos, los vecinos, los suegros,
los jefes, los funcionarios, los de los otros equipos de fútbol y, claro está,
los del pueblo de al lado,
que esos siempre están a mano.
Nada como un buen odio
para sentirse vivo.