SIERRA
DE GUARA, VERANO DEL 90
Sergio
se
levantó primero.
Recogió
su esterilla y su saco.
Entonces
abrí los ojos yo.
Me
levanté en silencio y fui hacia la puerta.
En el
establo vacío
los
demás dormían sobre la paja seca.
Sergio y
yo salimos al prado.
Hacía
fresco. Una niebla muy sutil bajaba del bosque.
Las
copas negras de los pinos se confundían
con el
azul oscuro del cielo. Aún no había amanecido
pero ya
era hora de levantarse.
Alguien
se acercó por detrás. Dejó caer una palabra o una mano dulce.
Yo,
mirando al bosque, se lo agradecí en silencio.
Frente a
nosotros se alzaba la Sierra de Guara.
La tarde
anterior, mientras caminábamos hacia el pueblo desierto,
yo
miraba las laderas empinadas
hasta
donde las nubes ocultaban la sierra
y me
preguntaba cómo sería su cima.
Ahora,
por fin, podía verla frente a mí.
Era
alta,
negra,
lisa.
Me
recordó, sin poderlo evitar, el lomo suave de un caballo.
Pero los
caballos dan coces inesperadas.
Alguien
preparó el desayuno y comimos todos juntos, en silencio.
Recogimos
nuestras mochilas y echamos a andar.
El miedo
y la nostalgia eran palabras antiguas. Palabras
que
pronunciaban otros, en las ciudades lejanas, en los vagones de tren.
El sol
derretía
la escarcha
y las
nubes abrían el telón
de un
mundo deslumbrante y puro,
de un
mundo de nadie y de todos,
de un
mundo de piedras y aire y silencio,
de un
mundo sin otro dolor que el dolor del cuerpo
que
trepa y respira y asciende y se dobla,
y sabe
que arriba no hay nada que pueda traer de vuelta,
que sabe
que el final del camino es el inicio de otro camino
donde el
cuerpo se llena de palabras y de deseos
imposibles,
oscuros, voraces,
y por
eso camina despacio y atento y se deja dibujar por la luz
despiadada,
por los borrones del bosque, por la violencia
de la
piedra.
Era
verano y mi amigos estaban conmigo.
Era
verano y yo estaba con mis amigos.
Y la
sierra era un caballo salvaje que te dejará darle de comer,
pero
nunca te dejará montarlo.
Y eso
era la felicidad.
Saber
que tu mano no puede acercarse más.
Saber
que el equilibro es posible.
Saber
que nunca habrá otro día, otra oportunidad, que es ahora
y nunca.
Que es
nunca y ahora.
Sierra
de Guara, verano del noventa. Odiosas fotos.
Qué
dolor su luz ciega, su racimo ácido de recuerdos radiantes.
Ese fui
yo. Ese fue Sergio. Ese fue… Esos fueron…
Amigos y
compañeros de escalada y bares, de andenes y ríos…
Todos
mudos en el aplauso final.
Ese
estruendo inútil que siempre llega pronto y demasiado tarde.
(poema perteneciente al libro "El final del banquete", Editorial Pre-textos, en prensa, foto del autor)
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