UN
BUEN ODIO
A los romanos los odiamos a primera
vista.
Y lo mismo hicimos con los bárbaros.
Llegaron los moros y nos tocó odiarlos:
y los odiamos con ganas
Echamos a los moros y se quedaron los
judíos.
Tocaba seguir odiando y odiamos,
pues ese era nuestro trabajo.
Se fueron los judíos pero llegaron los
protestantes.
Y los piratas turcos y los piratas
ingleses y los masones y los franceses,
aunque los franchutes asomaban poco la
cabeza:
se la cortábamos de un tajo.
De tanto en tanto, en los intermedios,
odiábamos a los maricones,
a las brujas y a los nobles, y cuando no
había más remedio,
a los del pueblo de al lado, que los
teníamos más a mano.
Llegaron los absolutistas y los liberales
y la cosa se puso sería,
porque a veces no sabías a quién te
tocaba odiar.
Y lo mismo pasó con los rojos y los
fachas, que se movían tanto
que constaba saber quién era ahora el
rojo y quién era ahora el facha.
Y después ya ni te cuento, con tanta
casta y tanto populismo, no hay
quien odie correctamente.
Por suerte siempre tenemos a los cuñados,
los hermanos, los vecinos, los suegros,
los jefes, los funcionarios, los de los
otros equipos de fútbol y, claro está,
los del pueblo de al lado,
que esos siempre están a mano.
Nada como un buen odio
para sentirse vivo.